23.7.09

No matarás - Kenneth Rexroth

In memoriam Dylan Thomas

I
Están asesinando a todos los jóvenes.
Durante medio siglo, todos los días,
los han cazado y matado.
Ahora los están matando.
En este minuto, por todo el mundo,
asesinan a los jóvenes.
Ellos conocen mil maneras distintas de hacerlo.
Cada año inventan nuevas.
En las junglas del África,
en los cenegales y desiertos de Asia,
en los campos de esclavos de Siberia,
en los barrios bajos de Europa,
en los clubes nocturnos de Estados Unidos,
los asesinos están trabajando.

Están apedreando a Stephen.
Lo están prohibiendo el paso de cada ciudad
      del planeta.
Bajo el letrero que dice Bienvenidos,
bajo el emblema Rotario,
en las carreteras de los suburbios,
su cuerpo reposa sobre las piedras caídas.
Él estaba lleno de fe y poder.
Hizo grandes maravillas entre el pueblo.
Ellos no pudieron enfrentar su sabiduría.

No pudieron soportar el espíritu con el que
      hablaba.
Clamaba en el nombre
del tabernáculo del testimonio en el desierto.
Ellos están al filo de su corazón.
Rechinaron los dientes contra él.
Gritaron con una gran voz.
Detuvieron sus oídos.
Lo aplastaron en común acuerdo.
Le prohibieron el paso de la ciudad y lo apedrearon.
Los testigos colocaron sus vestimentas
a los pies de un hombre cuyo nombre era el tuyo.
Tú.

Tú eres el asesino.
Tú estás asesinando a los jóvenes.
Tú estas asando a Lawrence en la parrilla.
Cuando exigiste que divulgara
los tesores ocultos del espíritu,
te mostró a los pobres.
Pusiste tu corazón contra el suyo.
Tú lo atrapaste y lo encerraste con furia.
Lo pusiste en fuego lento.
Su grasa chorreaba y brincaba fuera de la llama.
El olor fue agradable a tu naríz.
Él gritó.

“Estoy cocinado del costado,
voltéame y come,

come de mi carne”.

Tú estás asesinando a los jóvenes.
Disparas flechas contra Sebastián.
Él mantuvo a los fieles impasibles ante
      la persecución.

Primero le disparaste flechas.
Luego lo golpeaste con varas.
Luego lo arrojaste a una letrina.
Temías su valentía.
Tú que apartaste tu mirada
de la valentía de los jóvenes.

Tú,
la hiena con la cara pulida y moño,
en la oficina de la Corporación
de un billón de dólares dedicados al servicio;
los buitres escurriendo la carroña
cuidadosamente y descuidadamente envueltas
      en paños importados,
dando conferencias en la Edad de la Abundancia;
el chacal con la gabardina de doble forro,
ladrando a control remoto,
desde las Naciones Unidas;
el vámpiro sentado en el cojín,
cuadernos de notas en mano, jugando con su descerebrador;
el autónomo, el cáncer ambulatorio,
el Superego en un millar de uniformes;
Tú,
el hombre-dedo de behemoth,
el asesino de los jóvenes.


II
¿Qué sucedió con Robinson,
que solía vagar por la Calle Octava,
ebrio de ginebra solitario?
¿Dónde está Masters, introduciéndose
en su oficina de abogado durante ruinosas décadas?
¿Dónde está Leonardo que pensaba que
era una locomotora? ¿Y Lindsay,
sabio como una paloma, inocente
como una serpiente, dónde está él?
      Timor mortis conturbat me.
¿Qué fue de Jim Oppenheim?
¿Y de Lola Ridge sola en un
habitación heladamente amueblada? ¿Y qué de Orrik Johns,
cojeando con su única pierna? ¿Y de Elinor Wylie
que rengueaba como Kierkegaard?
¿Dónde está Sara Teasdal?
      Timor mortis conturbat me.

¿Dónde está George Sterling, que domesticó al corzo?
¿Y Phelps Putnam que se marchó?
¿Y Jack Wheelright que no pudo cruzar el puente?
¿Y Donald Evans con su vara y monóculo, dónde está?
      Timor mortis conturbat me.

¿Y John Gould Fletcher que no pudo
reparar su poderoso corazón?
¿O Bodenheim masacrado en la apestosa
Esqualidez? ¿O Edna Milley, que tomó
su último whisky puro? ¿Y ella, Genevievem
que amaba tanto, dónde está?
      Timor mortis conturbat me.

¿Y Harra, a quien no le importaba nada?
¿O Hart que fue de vuelta al mar?
      Timor mortis conturbat me.

¿Dónde está Sol Funaroff?
¿Qué le pasó a Potamkin?
¿A Isidor Schneider? ¿A Claude McKay?
¿A Countee Cullen? ¿A Lowenfels?
¿Quién le da vida a sus cadáveres hoy?
      Timor mortis conturbat me.

¿Dónde está Ezra, ese hombre ruidoso?
¿Dónde está Larsson, cuyos poemas eran plegarias?
¿Dónde está Charles Snider, ese suave
muchacho amargo? ¿Qué fue de
Carnevali?
Carol, tan bella, ¿qué fue de ella?
      Timor mortis conturbat me.


III
¿Fue su fin noble y trágico
como la máscara de un tirano?
¿Cómo la secreta cara de oro de Agamenón?
Por supuesto, que no. Toda la noche
en la proa, golpeado y absorto,
sangrando del recto, en su
bolsillo la reseña del único
colega que respetaba, “si realmente
siente lo que estos poemas dicen, este hombre
sólo tiene una salida”. En él acre y ardoroso
sol caribeño, en el acre, transparente,
mar humeante. U otro, piojos en sus
axilas y testículos, basura regada
en el suelo, grises y grasosas ropas
en la cama. “Los maté porque
eran comunistas sucios y pestilentos.
Deberían darme una medalla”. Otra vez,
otro, Simenon predijo,
su final en una mirada. “Te reto
a jalar el gatillo”. Ella cerró los ojos
y chorreó ginebra sobre su vestido.
La pistola tambaleándole en su mano.
Les llevó muchas horas morir.
Otro se tiró de las escaleras,
y se quebró la espalda, le llevó años.
Dos metieron su cabeza bajo el agua
de la bañera y llenaron sus pulmones.
Otro se lanzó al tráfico
de un puente repleto.
Otro, borracho, saltó
desde un balcón y se rompió el cuello.
Otra se empapó de gasolina
y corrió ardiendo hacia la calle
para vivir bajo custodia. Otro sólo hizo
el amor una vez con una mendiga.
Murió años después de sífilis
en el cerebro y la espina. Quince
años de dolor y pobreza,
mientras su mente se escurría.
Uno intentó asfixiarse tres veces
en veinte años. La tercera
cumplió su misión. Otra abrió el gas
cuando ya no tenía qué comer, nada
de dinero, sólo la mitad de un pulmón.
Una fue a Harlem, estuvo con treinta
hombres, regresó a casa y se cortó
la yugular. Uno estuvo toda la noche
hablando con H. L. Mencken y
se ahogó en la mañana.

¿Cuántos dejaron de escribir a los treinta?
¿Cuántos terminaron escribiendo para la revista Time?
¿Cuántos murieron de lobotomías prefrontales
en el Partido Comunista?
¿Cuántos están extraviados en las celdas
de manicomios provincianos?
¿Cuántos, por consejo de su psicoanalista,
decidieron que, después de todo,
lo mejor era una carrera en los negocios?
¿Cuántos son incurables alcohólicos?

¡Rene Creverl!
¡Jacques Ricgaut!
¡Antonin Artaud!
¡Mayakovsky!
¡Essenin!
¡Robert Desnos!
¡Saint Pol Roux!
¡Max Jacob!
Por todo el mundo
la misma mano fantasmal
nos azota.
Aquí es una montaña de muerte.
Una colina de cabezas como la que los Khans apilaron.
La primera nacida en un siglo
asesinado por Herodes.
Tres generaciones de infantes
arrojadas al hocico de Moloch.


IV
Está muerto.
El ave de Rhiannon.
Está muerto.
En el otoño del corazón.
Está muerto.
En las barrancas de la muerte.
lo encontraron sordomudo por fin,
en la ventisca de mentiras.
Nunca habló otra vez.
Está muerto.
Él está muerto.
En sus manos antisépticas,
está muerto.
El pequeño brujo de Cader Idris.
Está muerto.
El gorrión de Cardiff.
Está muerto.
El canario del lago del cisne.
¿Quién lo mató?
¿Quién mató al ave de cabeza luminosa?
Tú lo hiciste, hijo de puta.
Tú lo ahogaste en tu cerebro de coctel.
Él se cayó y murió en tu corazón sintético.
Tú lo mataste,
Oppenheimer el Asesino del Millón.
Tú lo asesinaste,
Einstein, la Eminencia Gris.
Tú lo mataste.
Havanahavana, con tu maldito Premio Nobel.
Tú lo mataste, General,
a través de los canales adecuados.

Tú lo estrangulaste, Le Mouton,
con tus mains étendus.
Él se confesó en corte pública a un cráneo con quevedos.
Tú le disparaste por la nuca
mientras se tambaleaba en la última bodega.
Tú lo asesinaste,
Dama Benigna de la estampilla postal.
Fue encontrado muerto en el almuerzo semanal de la Izquierda.
Fue encontrado muerto en el piso de la sala de cortes.
Fue encontrado muerto en una conferencia sobre las políticas de Time.
Henry Luce lo mató con un telegrama al Papa.
Mademoiselle lo estranguló con un brasier.
Viejo Zorrillo lo roció con el recipiente del te.
Después de que los Lobos terminaron, los vaticidas
se arrastraron con sus entrañas para llevarlas a sus salones universitarios
      y a sus publicaciones trimestrales.
Cuando llegaron las noticias a la radio, tú personalmente
te levastaste a exigir la presencia de Bárrabas.
En tu mayoría solitaria te impusiste sobre él.
Tus zapatos hechos a pedido y tus zapatillas de ballet
lo aporrearon hasta matarlo en la áspera calle.

Lo golpeaste con un álbum de Hindemith.
Lo acuchillaste con un metal sin mancha de Isamu Noguchi.
Está muerto.
Está muerto.
Como Ignacio, el torero,
a las cinco de la tarde.
Exactamente a las cinco de la tarde.
Yo tampoco quiero escuchar la noticia.
Yo tampoco quiero saberlo.
Quiero correr hacia la calle
gritando “¡Recuerden a Vanzetti!”
...y todo los pájaros del mar profundo se alzarán
sobre el lujo de los trasatlánticos y clamarán
“¡Tú lo mastaste! Tú lo mataste.
En tus maldito traje marca Brook Brothers,
Tú lo mataste, hijo de puta”.

1953


Trad. H-Yépez